Se me antoja un café ahora. No porque lo haya deseado desde que llegué o porque el frío me lo sugiera, es más, ni me gusta tanto el café. Pero quiero un café ahora. Soy, lo admito, un fanático de las ofertas y el café que me serviré es gratuito.
Deseo una taza de café caliente y cuando me dispongo a servirla me decepciona que la cafetera esté fría y está fría por estar apagada. Habrá que encenderla pero carece de interruptor o instructivo visibles así que la inspecciono y después de una superficial análisis descubro que está apagada por estar desconectada. Trato de enchufarla pero el cable es corto y el enchufe en la pared casi inaccesible. Habrá que acercarlos de alguna manera pues ahora se me antoja más una taza de delicioso café caliente. Intento lograr la cercanía moviendo la cafetera hacia la orilla de la mesa pero el cable sigue quedando corto. Habrá que mover la mesa sobre la cual reposa la cafetera inerte, inservible si no está unida a la corriente eléctrica por este cable ridículamente corto.
Tengo que mover la mesa pero con mucho cuidado para que las tazas no dejen de estar sobre ella ni el azúcar termine derramada por el suelo o la cafetera que ahora esta peligrosamente cercana al borde amenaza con perder el equilibrio y frustrar con eso mis deseos de tomar una deliciosa, humeante taza de café caliente.
Ahora ya están cerca, muy cerca, tal vez demasiado porque esta cercanía impide que el ridículamente corto cable sortee la base de la mesa, que es más bien un escritorio con función de mesa, y quede apropiadamente conectado al también ridículamente inaccesible enchufe en la pared.
Pero bueno, al fin lo logro y están casi correctamente conectados enchufe y cable. Sin embargo en el frente de la cafetera ha aparecido una luz roja parpadeante que empieza a preocuparme. Supongo que algo anda mal y habrá que solucionarlo. Una nueva inspección, esta vez incluyendo el interior de la cafetera me revela que el depósito de agua se encuentra vacío y tendré que llenarlo, para lo cual primero será necesario conseguir agua. Del otro lado del salón está un garrafón lleno, por suerte también está cerrado y con eso garantiza que su contenido es, por lo menos medianamente, potable. Carezco ahora de navaja, cuchillo o cualquier otra herramienta que me permita quitar el sello del garrafón y acceder a su contenido. Debo abrirlo a como de lugar y como nadie me ve lo intento de varias ridículas formas hasta que me decido, más por desesperación que por practicidad, a romperlo a mordidas. El sello cede y al fin el contenido es accesible a mis ganas de tomar esa humeante, aromática y deliciosa taza de café caliente. De pronto me doy cuenta de que abrir apresuradamente el garrafón posiblemente no haya sido tan buena idea, ahora habrá que transportarlo hasta el otro extremo del salón, levantarlo a la altura de mi hombro más o menos verter en la cafetera la cantidad adecuada de agua, bajarlo a la altura de las rodillas de nuevo y devolverlo a su sitio inicial, después habrá que limpiar la poca o mucha agua que, por error de cálculo, descuido o imprudencia, haya derramado en el proceso.
Ya está lleno el depósito de la cafetera y que bueno porque ese peculiar olor a quemado también empezaba a causarme algo de ruido. Mientras el agua se calienta poco a poco limpio la que escurrió por la mesa-escritorio. Siempre me ha molestado ver muebles mojados por descuido, la madera es tan noble como elemento que resulta débil ante los líquidos que los usuarios inconscientes dejan caer sobre ella. Esto me recuerda poner una taza debajo del grifo de salida para evitar que el agua caliente pueda escapar de él y dañar este escritorio-mesa.
Con todo el trajín del agua olvide colocar el café en su receptáculo dentro de la cafetera, habrá que abrir una bolsa de café molido y colocarlo en el filtro, en la cantidad apropiada eso sí para disfrutar plenamente de su sabor sin que este sea demasiado intenso. Pero para esto primero debo conseguir un filtro. Buscando en los cajones del escritorio encuentro un paquete nuevo y lo abro, selecciono el más blanco de la serie de quince y lo coloco en el receptáculo, ahora humeante de la cafetera, sobre él irá el café que acabo de abrir derramando un poco sobre la cubierta del escritorio. Dos tazas serán suficientes para esta carga, supongo. Cierro el receptáculo de la cafetera, tapo esta última y me dispongo a esperar que el precioso líquido oscuro esté listo para beberse.
Ya está preparándose mi deliciosa, aromática, esperada taza de café caliente. Y mientras regreso el garrafón a su sitio original y le coloco con un poco de esfuerzo la tapa arrebatada a mordidas me imagino sentado en el asiento más cómodo del salón con mi taza en las manos mientras sorbo poco a poco mi delicioso café caliente. Solo quiero eso, mi taza de café caliente, aunque debo confesar que a estas alturas ya no sería necesaria una temperatura extrema pues con tanta maniobra ya he entrado en calor.
El medidor del costado de la cafetera, algo sucio por cierto, indica que ya están listas al menos dos tazas de café. Tomo otra taza, la última que quedaba sobre la mesa, es de barro y me pone un poco nervioso que su esmalte sea de los que contienen plomo y pueda envenenar mi delicioso café. Pero pienso hacer ningún esfuerzo extraño por tomar una simple taza de café así que no buscaré otra, esta taza es taza al fin.
Coloco mi posiblemente envenenada taza bajo el grifo de salida del café. Claro que quitando antes la que estaba ahí previniendo derrames. Presiono la palanca del mencionado grifo y se desprende sorprendiéndome a medio antojo. Es imposible volver a colocarla como estaba, y si lo intento resulta que no puede cumplir su función y el café no fluye. Por fortuna siempre tengo buena suerte y la ruptura no produjo ningún derrame. Habrá que pensar en cómo extraer el precioso líquido de la cafetera.
La tapa de un bolígrafo sirve para hacer palanca en el mecanismo pero su cuerpo flexible no permite aplicar demasiada fuerza, ni siquiera la suficiente así que el café termina saliendo apenas por goteo y lenta, tranquilamente va llenando mi taza.
Seis y medio minutos y novecientas treinta y siete gotas después tengo mi taza de café en las manos, le añadiré azúcar y tomaré al fin este deseado elíxir. Tomo el frasco de azúcar y lo destapo con relativa facilidad una vez que descubro que el sistema de sellado hermético que lo protege de la humedad tiene un sistema de palanca que me resulta interesante como mecanismo de caja fuerte doméstica. Lamentablemente no hay cucharas por aquí, ni en los cajones del escritorio ni en ninguna otra parte de la sala. Así que tendré que calcular el azúcar equivalente a tres y media cucharadas mientras inclino el frasco sobre la precioso pero probablemente venenosa taza de barro y con suaves golpecitos de pulgar vierto en ella el azúcar que calculando por la intensidad del olor dulzón es mucho más dulce de lo esperado, y la cantidad exacta de azúcar se va quedando en una mera ilusión.
Como ya dije, no hay cucharas y no pienso cocinarme un dedo mientras lo uso para revolver el azúcar en la taza. Creo que lo mejor es usar el bolígrafo previamente despojado de su tapa, y así lo hago rogando al cielo que mi café no adquiera sabor a tinta.
Empiezo a pensar que esta taza de café con un raro sabor a papelería, servido en esta simpática taza de barro probablemente venenoso, con olor a dulce en exceso y a estas alturas demasiado caliente para el tan cambiado ambiente no resultó tan gratuito como lo imagine. Por ende será mejor disfrutarlo sentado cómodamente así que me dirijo al sillón que ocupaba cuando me ofrecieron tomar café y es, como dije, el sillón más cómodo del salón, quizá por ser el único sillón entre tanta silla.
Tomo mi taza, una servilleta y olvido intencionalmente las galletas porque ya no tengo donde servirlas y el abre fácil de la envoltura nunca es tal. Me dirijo a mi asiento frente al escritorio pero olvido esta vez sin intención mover mi mochila de él y termino casi sentado sobre la voluminosa bolsa cargada de papeles, libros y el termo que mi esposa siempre incluye en ella a pesar de que sabe que las infusiones no me gustan tanto como para beberme el termo que diariamente me manda. Trato de sentarme moviendo con la pierna derecha la mochila un poco a la orilla del sillón, con la pierna izquierda trato de mantener el equilibrio, el codo izquierdo me proporciona
apoyo mientras la mano derecha me mantiene unido al escritorio y la mano izquierda sostiene el café que a estas alturas ya esta derramándose y quemándome los dedos. Pero la pesada mochila parece no querer ceder y tengo que empujarla con más fuerza. Mi celular empieza vibrar, espero que sea un mensaje y no una llamada porque no puedo acceder a él desde esta malabarística posición.
La pierna izquierda empieza a flaquear y la mochila inamovible aun, los dedos me están matando, el café es demasiado caliente y el escritorio ya casi no me sostiene, poco a poco voy bajando la cadera pero mis rodillas comienzan a temblar; tal vez de lado pueda sentarme más cómodamente y disfrutar al fin mi deliciosa, humeante, aromática taza de café caliente. Lo intento mientras el teléfono deja de vibrar y creo que la mochila empieza a moverse un poco, he perdido ya todo contacto con el escritorio y la pierna izquierda es mi única conexión con algo firme, la derecha está demasiado ocupada en mover la mochila que siempre no cede, mi mano izquierda acompaña en temblores a mis piernas y por lo mismo el codo correspondiente no reacciona cuando trato de apoyarlo en el respaldo del sillón. Me dejo caer asustado por el celular que empieza a vibrar de nuevo y mientras intento sacarlo del saco con la mano derecha que ya esta convenientemente libre siento como el termo me muele la asentadera derecha, el borde de un libro se empeña en fastidiarme el coxis, la mano izquierda no soporta más y en un estertor como de muerte arroja mi preciosa taza de barro, da dos o tres vueltas en el aire justo frente a mis ojos mientras derrama su contenido sobre mis pantalones. Ahora habrá que limpiar todo el desastre, y secar el café que ha caído en el sillón porque de la alfombra dudo eliminarlo por completo, por suerte la taza no se ha roto. Espero que mis papeles no estén tan manchados como el pantalón, y que la quemadura no amerite nada mayor a una pomada. Habrá que revisar además el teléfono que ha llegado bastante lejos y al parecer tiene un mensaje nuevo de texto.
En efecto es un mensaje de texto, de mi esposa quien amorosamente me avisa: Mi vida, como sabía que hoy tienes que esperar te he puesto café con tres y media de azúcar en el termo, te llame sin respuesta hace una momento, besos.
Al menos no tendré que preparar ni una taza más de café el día de hoy. Si tan solo supiera cómo se abre este termo.
Me gustó mucho la narración, logró envolverme desde el primer momento llegando a desear sacudir al protagonista utensiliófobo.
ResponderEliminarTe felicito Gerardo, tienes talento, no soy escritor ni conozco el medio pero soy un gran lector y sé cuando algo es bueno. Este ensayo me gustó y estoy seguro de que sería un buen guión para un cortometraje.
Felicidades
Carlos
Nunca ansiar, ni apresurar lo que sin saber tenemos a mano, me encanta como escribes niño Espino, te mando un beso, la idea del corto se antoja, falta quien quiera café caliente sobre las piernas ;)
ResponderEliminar